La democracia española sufre una tormenta perfecta, cuyas consecuencias están arrasando los precarios cimientos construidos en la transición. Y la causa son muchas causas, todas ellas tenazmente trabajadas en el cúmulo de errores, abusos y arbitrariedades de los gobiernos, desde que acabó la dictadura, agravado por los desmanes perpetrados por los últimos gobiernos del PP.
El problema nace de raíz, cuando se perpetró una transición que, de facto, mantenía las estructuras del franquismo, difuminaba la reivindicación de las naciones históricas con el tamiz de las autonomías y hacía borrón con las sangrientas culpas de la dictadura. Las renuncias de aquel momento, edificadas sobre el ruido de sables, las llamadas telefónicas con galones y el miedo instalado en el córtex de la sociedad, produjeron el óxido que ha llenado de herrumbre el edificio del Estado de derecho. Una democracia que ha permitido mantener en el poder a todo el franquismo sociológico –con sus oligarquías y tráficos de influencia–, que ha dado dinero público a una fundación que glorifica al dictador, que ha sido permisiva con la extrema derecha y que no sólo no ha resuelto los conflictos territoriales, sino que los ha enquistado y, estafando sus derechos, no podía aguantar sin implosionar. Sólo faltaba el descrédito severo de la justicia, gracias al uso y abuso del Ejecutivo sobre el judicial, para que la implosión fuera imparable.
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