En la vida hay que saber elegir: el amigo, el socio,
el camarada, el amante, el cómplice, el colega. La elección viene en
buena parte determinada por el contexto, por el espacio, por el tiempo,
por el ciclo vital, por la circunstancia histórica. Si eliges mal,
acabas pagándolo.
En el proceso de independencia de Catalunya –que no tiene vuelta
atrás– no se ha acertado siempre en la elección correcta. Hubo y
todavía hay una fijación enfermiza en recabar el apoyo de Europa para
que actuara como mediadora entre el Estado español y el govern de la
Generalitat. Y Europa, que es un conjunto disperso de Estados, no es la
mejor compañía.
Territorialmente Europa es un continente que hace aguas por todas
partes. La decisión de una mayoría de ciudadanos británicos de dejar de
ser miembros de la Unión Europea es un signo claro de este deterioro. El
proceso de desenganche pone de manifiesto las debilidades de los
políticos, de unos y de otros. Las astracanadas del ciudadano Borrell
sobre “Gibraltar español” son la guinda de un pastel en mal
estado. La política monetaria del Banco Central Europeo sólo ha servido
para que algunos socios de la Eurozona prosperen y otros se hundan
todavía más. Su barra libre a interés cero para la banca privada no se
ha trasladado a la pequeña y mediana empresa de la economía real. La
Deuda tanto pública como privada y su relación con el PIB particular de
cada Estado se han disparado. El parlamento europeo es un cementerio de elefantes
sin ningún poder legislativo. El aparato burocrático de la UE es caro e
ineficiente. La Comisión Europea está dirigida por unos mediocres altos
funcionarios, incapaces de resolver los problemas de fondo. Los países
con un marco más estable (como Suiza o Noruega) no pertenecen a ningún
club. Nadie asume riesgos porque quieren asegurar sus poltronas. Europa,
que es mucho más que la Unión Europea, hace ya mucho tiempo que dejó de
ser el ombligo del mundo.
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