Ni la promesa del presidente del gobierno español era tal, ni las interesadas filtraciones mediáticas sobre un gesto de Pedro Sánchez con los catalanes en los presupuestos generales del Estado eran reales, ni los socialistas iban a cumplir el Estatut y su disposición adicional tercera, aquella que dice que durante siete años el gobierno español deberá invertir en infraestructuras en Catalunya el equivalente al peso relativo del PIB catalán respecto al estatal y que solo materializaron una vez. ¿A qué venía entonces tanto insistir en que este año sí? Debe ser que siempre hay alguien en los puestos de decisión que tiende a pensar que, al final, los catalanes aceptarán.
Los números reales, una vez se han conocido las cuentas públicas en detalle, mejoran ejercicios anteriores, pero distan mucho de ser lo que se dijo que serían. Casi parece una invitación a los independentistas catalanes a que digan que no, no fuera el caso que, en medio del ardor madrileño, algunos tuvieran la tentación de correr a apoyar las cuentas. A ese incumplimiento habría que sumar otro que es histórico en los presupuestos un año tras otro: el desfase entre la cifra que aparece en los papeles oficiales y la cantidad que finalmente se ejecuta, una vez ha pasado los correspondientes licitaciones y adjudicaciones. En cada trámite acaba quedándose tal cantidad de millones por el camino que la media de los últimos años es que tan solo se ha ejecutado en Catalunya el 56% de lo presupuestado. Vamos, una auténtica tomadura de pelo.
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