Tengo que confesar que creo poco en las leyes. Si son demasiado
duras, se las transgrede con razón. Si son demasiado complicadas, el
ingenio humano encuentra fácilmente el modo de deslizarse entre las
mallas de esa red tan frágil. El respeto a las leyes antiguas
corresponde a lo que la piedad humana tiene de más hondo; también sirve
de almohada a la inercia de los jueces. Las más remotas participan del
salvajismo que se esforzaban por corregir; las más venerables siguen
siendo un producto de la fuerza. La mayoría de nuestras leyes penales
sólo alcanzan, por suerte quizá, a una mínima parte de los culpables;
nuestras leyes civiles no serán nunca lo suficientemente flexibles para
adaptarse a la inmensa y fluida variedad de los hechos. Cambian menos
rápidamente que las costumbres; peligrosas cuando quedan a la zaga de
éstas, lo son aún más cuando pretenden precederlas. Sin embargo, en esta
aglomeración de innovaciones arriesgadas o de rutinas añejas,
sobresalen aquí y allá, como sucede en la medicina, algunas fórmulas
útiles. Los filósofos griegos nos han enseñado a conocer algo mejor la
naturaleza humana; desde hace varias generaciones, nuestros mejores
juristas trabajan en pro del sentido común. Yo mismo llevé a cabo
algunas de esas reformas parciales, las únicas duraderas. Toda ley
demasiado transgredida es mala; corresponde al legislador abrogarla o
cambiarla, a fin de que el desprecio en que ha caído esa ordenanza
insensata no se extienda a leyes más justas. Me proponía la prudente
eliminación de las leyes superfluas y la firme promulgación de un
pequeño cuerpo de decisiones prudentes. Parecía llegado el momento de
revaluar todas las antiguas prescripciones, en interés de la humanidad.
Fuente: Memorias de Adriano. Marguerite Yourcenar. Edhasa. Barcelona. 1982.
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